Del tío Faustino nunca se supo que estuviera enamorado. Tenía tantos años que ni él mismo alcanzaba a contarlos. No porque fuera coqueto, sino porque desconocía cuando había nacido. Así y todo, viejo, delgado y pequeño de estatura, se movía con agilidad. Con las botas desgastadas, recorría todos los días los cuatro kilómetros que lo separaban de su huerta, único recurso que tenía para su sustento. Cuando el frío era tan intenso que la nieve se hacía dura y los carámbanos colgaban como cuchillos amenazantes de los tejados, pasaba el día al calor de la estufa en casa de unos familiares lejanos. Se sentaba en un rincón para no molestar, y permanecía en silencio. Todo él desprendía un halo de vulnerabilidad, lo que le convirtió en el hazmerreír de los hijos de la familia que le lanzaban puyas ofensivas hasta que lo sacaban de sus casillas. Entonces, los miraba visiblemente alterado como si quisiera decirles algo, pero sabedor de que no le harían caso, sacudí...
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