La parturienta, mi madre, estaba encogida por los dolores del parto cuando oyó a su suegra:
—Pánfilo de Cesarea y no se hable más. Está hoy en el calendario y esas cosas son sagradas.
—Pero… ¿Pánfilo?, madre —le dijo el hijo con la sumisión que le caracterizaba.
—Pánfilo de Cesarea, sí, en la iglesia, en el registro civil y para toda su vida.
El niño, o sea yo, hermoso, por cierto, y ahí estuvieron de acuerdo todos, gritaba proclamando al mundo su vitalidad o tal vez su protesta ante semejante carga de por vida. Su primera y última pataleta ante la sargento de su abuela. En cuanto lo cogió en brazos supo lo dura e insensible que era.
En casa era la dueña de los caudales y la que daba las órdenes. Muy pronto, me vi relegado al lugar de los que obedecían, junto a mis padres. Enseguida fui consciente de las risitas que ocasionaba mi nombre en todos aquellos que lo escuchaban, ya me llamara mi madre, débil y enfermiza: ¡Mipanfi!; mi padre con su potente voz y débil carácter: ¡Pánfilo! O mi abuela que tanto escatimaba en otras cosas y que no se reprimía nunca al llamarme con su histriónica voz: ¡Pánfilo de Cesarea!
La entrada en la escuela, donde por fin iba a estar con niños de mi edad, me dio la puntilla.
—¿Su nombre? —me preguntó el profesor.
—Pánfilo —le respondí con un hilo de voz.
—Pan…, ¿qué? Hable en voz más alta y diga su nombre completo.
Noté la expectación que se había creado en el grupo de niños. Habían dejado de hablar entre ellos y el silencio era sobrecogedor.
—Pánfilo de Cesarea —respondí. Y antes de acabar de hablar, las risas, mofas y jolgorio ya eran generales.
—Siéntese —me respondió el profesor.
El miedo me había paralizado y sentí correr el pis por mis piernas hasta empaparme los zapatos. Caminé arrastrándolos hasta mi sitio dejando un rastro delator por el pasillo.
—Vaya, va a tener que traer pañales —añadió el profesor.
La carcajada que me acompañó hasta mi sitio, traspasó las paredes de la escuela y se extendió por todo el pueblo en el que fui la comidilla durante una larga temporada.
Si duro se me hizo estar en la clase sentado solo en la última mesa, cruel fue la actitud de los compañeros durante los recreos. Capitaneados por el hijo del guardabosques, me hicieron odiosa la primaria hasta el último momento.
En el instituto no lo pasé mejor. Entonces vivíamos en otra ciudad, mi padre y yo solos, pues mi madre murió muy joven y mi abuela siguió apretándonos las clavijas hasta la edad de noventa años en que, ¡por fin!, nos dejó.
Todo ello condicionó mi carrera universitaria: Matemáticas, como primera y única opción. Con los números me había entendido siempre bien, los únicos que me permitían participar en sus juegos. Operar con las matemáticas era mi máxima satisfacción, aunque mi vida era una incógnita de una simple ecuación cuyo resultado se me resistía.
Mi expediente fue brillante y creí percibir un destello fugaz en la mirada de mi padre. Por lo demás, como nos habían amasado a los dos en el mismo horno, no hablábamos mucho entre nosotros y nunca expresábamos nuestros sentimientos.
Salir al campo laboral, en plena crisis económica de 2008, y tener todas las puertas cerradas, fue algo que a esas alturas de mi vida no me sorprendió.
Deambulando por las calles vísperas de Navidad, la iluminación de una tienda de televisores captó mi atención. Un payaso, con sus vistosos colores y su amplia sonrisa, se multiplicaba hasta el infinito en todas las pantallas. Sus ojos tristes de payaso, tras la máscara de pintura blanca, se iluminaban con los destellos que irradiaban los pequeños. Los niños lo miraban sin pestañear, entregados por completo a todo lo que hacía o decía. Aplaudían y reían con esa sonrisa franca y auténtica que solo los niños son capaces de ofrecer.
Entré en unos almacenes y salí con mi cara pintada, una máscara de payaso que ocultaba mi pena. Me detuve un momento ante un espejo y descubrí una amplia sonrisa que nunca había visto antes en mi cara, unos calcetines de rayas, una nariz roja de goma y unos zapatos tan grandes con los que trastabillaba al andar. Las miradas ilusionadas y las sonrisas contagiosas de los niños abandonaban al histriónico Santa Claus para seguirme. ¡Qué ilusión me hizo escuchar sus palabras! Era tan torpe en mis movimientos, que empezaron a llamarme el payaso zapatones.
—Pánfilo de Cesarea y no se hable más. Está hoy en el calendario y esas cosas son sagradas.
—Pero… ¿Pánfilo?, madre —le dijo el hijo con la sumisión que le caracterizaba.
—Pánfilo de Cesarea, sí, en la iglesia, en el registro civil y para toda su vida.
El niño, o sea yo, hermoso, por cierto, y ahí estuvieron de acuerdo todos, gritaba proclamando al mundo su vitalidad o tal vez su protesta ante semejante carga de por vida. Su primera y última pataleta ante la sargento de su abuela. En cuanto lo cogió en brazos supo lo dura e insensible que era.
En casa era la dueña de los caudales y la que daba las órdenes. Muy pronto, me vi relegado al lugar de los que obedecían, junto a mis padres. Enseguida fui consciente de las risitas que ocasionaba mi nombre en todos aquellos que lo escuchaban, ya me llamara mi madre, débil y enfermiza: ¡Mipanfi!; mi padre con su potente voz y débil carácter: ¡Pánfilo! O mi abuela que tanto escatimaba en otras cosas y que no se reprimía nunca al llamarme con su histriónica voz: ¡Pánfilo de Cesarea!
La entrada en la escuela, donde por fin iba a estar con niños de mi edad, me dio la puntilla.
—¿Su nombre? —me preguntó el profesor.
—Pánfilo —le respondí con un hilo de voz.
—Pan…, ¿qué? Hable en voz más alta y diga su nombre completo.
Noté la expectación que se había creado en el grupo de niños. Habían dejado de hablar entre ellos y el silencio era sobrecogedor.
—Pánfilo de Cesarea —respondí. Y antes de acabar de hablar, las risas, mofas y jolgorio ya eran generales.
—Siéntese —me respondió el profesor.
El miedo me había paralizado y sentí correr el pis por mis piernas hasta empaparme los zapatos. Caminé arrastrándolos hasta mi sitio dejando un rastro delator por el pasillo.
—Vaya, va a tener que traer pañales —añadió el profesor.
La carcajada que me acompañó hasta mi sitio, traspasó las paredes de la escuela y se extendió por todo el pueblo en el que fui la comidilla durante una larga temporada.
Si duro se me hizo estar en la clase sentado solo en la última mesa, cruel fue la actitud de los compañeros durante los recreos. Capitaneados por el hijo del guardabosques, me hicieron odiosa la primaria hasta el último momento.
En el instituto no lo pasé mejor. Entonces vivíamos en otra ciudad, mi padre y yo solos, pues mi madre murió muy joven y mi abuela siguió apretándonos las clavijas hasta la edad de noventa años en que, ¡por fin!, nos dejó.
Todo ello condicionó mi carrera universitaria: Matemáticas, como primera y única opción. Con los números me había entendido siempre bien, los únicos que me permitían participar en sus juegos. Operar con las matemáticas era mi máxima satisfacción, aunque mi vida era una incógnita de una simple ecuación cuyo resultado se me resistía.
Mi expediente fue brillante y creí percibir un destello fugaz en la mirada de mi padre. Por lo demás, como nos habían amasado a los dos en el mismo horno, no hablábamos mucho entre nosotros y nunca expresábamos nuestros sentimientos.
Salir al campo laboral, en plena crisis económica de 2008, y tener todas las puertas cerradas, fue algo que a esas alturas de mi vida no me sorprendió.
Deambulando por las calles vísperas de Navidad, la iluminación de una tienda de televisores captó mi atención. Un payaso, con sus vistosos colores y su amplia sonrisa, se multiplicaba hasta el infinito en todas las pantallas. Sus ojos tristes de payaso, tras la máscara de pintura blanca, se iluminaban con los destellos que irradiaban los pequeños. Los niños lo miraban sin pestañear, entregados por completo a todo lo que hacía o decía. Aplaudían y reían con esa sonrisa franca y auténtica que solo los niños son capaces de ofrecer.
Entré en unos almacenes y salí con mi cara pintada, una máscara de payaso que ocultaba mi pena. Me detuve un momento ante un espejo y descubrí una amplia sonrisa que nunca había visto antes en mi cara, unos calcetines de rayas, una nariz roja de goma y unos zapatos tan grandes con los que trastabillaba al andar. Las miradas ilusionadas y las sonrisas contagiosas de los niños abandonaban al histriónico Santa Claus para seguirme. ¡Qué ilusión me hizo escuchar sus palabras! Era tan torpe en mis movimientos, que empezaron a llamarme el payaso zapatones.
Fue un orgullo formar parte del circo, ese espectáculo lleno de magia, emoción y diversión que ha cautivado a grandes y pequeños a lo largo de la historia.
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la temática Sociedad el 8 enero 2014
Y yo ahora me entero, casi un año después 🙀🙀🙀 ¡Gracias! 😘😘😘
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