Lorenzo volvía decidido a su pueblo como si la larga noche le hubiera dado alas.
Cuando un relámpago rasgó los cielos y el estruendo descargó la tromba de agua que empezó a inundar el chozo en el que se había refugiado, pensó que iba a morir.
Calado hasta los huesos con su blusón de rayas sin cuello y pantalón a media pierna, se cubrió los hombros con la talega vacía y se hizo un ovillo sobre el poyo de piedra. Con el fragor continuado y violento de los truenos interpretó que el fin del mundo estaba al llegar. El ulular del viento se metía entre los muros de piedra y le traía rumores del más allá. Las ráfagas serpenteantes de luz lo cegaban y lo envolvían en un miedo que le hacía castañetear. Después, vino el silencio, y agotado se durmió. Se despertó con el sol de la mañana entrando a raudales.
Salió del páramo tupido de encinas y en el camino no se encontró con nadie, ni ladridos de perros ni ruidos de carros ni hombres faenando, y tampoco los rebaños de ovejas estaban pastando… Atravesó viñedos encharcados rodeados de almendros, cereales asolados salpicados de encinas corpulentas y cuando se acercó al soto oyó un rumor desconocido que le aceleró el corazón. Siguiendo el camino alto bordeado de olmos centenarios, llegó por la parte de atrás de la majestuosa iglesia a una tapia baja que bordeaba el cementerio. Cuando giró la cabeza para ver desde el alto el valle en el que estaba encajado el pueblo, por primera vez la tragedia se instaló en su mente de niño. Las casas como barcos flotantes se tambaleaban en aquel mar sucio y murmurador. No podía creer lo que veía; hasta el cementerio le parecía más real y más vivo que aquello. Se apoyó en la tapia y la tensión contenida durante las últimas horas resbaló por sus mejillas.
Un traqueteo de carro tirado por una mula se acercaba por la pendiente del pueblo. Lo dirigía un joven de pelo alborotado del color de la mies mezclado con la amapola, desaliñado, pero de confiado mirar.
— ¿Eres tú? ¿Lorenzo?
— Pues claro, Felipe ¿quién voy a ser?
— Pero, ¿dónde te has metido? Te estábamos buscando.
Un pequeño grupo de hombres y mujeres lo seguía con aspecto deprimido y mirar ausente. Ellas cubiertas con tupidos velos negros, ellos con la boina en las manos. Algunos movían los labios como respuesta a los rezos en latín de don Valentín, el párroco. El calor abrasador de agosto les preocupaba, tenían que enterrar cuanto antes a los suyos.
Cuando un relámpago rasgó los cielos y el estruendo descargó la tromba de agua que empezó a inundar el chozo en el que se había refugiado, pensó que iba a morir.
Calado hasta los huesos con su blusón de rayas sin cuello y pantalón a media pierna, se cubrió los hombros con la talega vacía y se hizo un ovillo sobre el poyo de piedra. Con el fragor continuado y violento de los truenos interpretó que el fin del mundo estaba al llegar. El ulular del viento se metía entre los muros de piedra y le traía rumores del más allá. Las ráfagas serpenteantes de luz lo cegaban y lo envolvían en un miedo que le hacía castañetear. Después, vino el silencio, y agotado se durmió. Se despertó con el sol de la mañana entrando a raudales.
Salió del páramo tupido de encinas y en el camino no se encontró con nadie, ni ladridos de perros ni ruidos de carros ni hombres faenando, y tampoco los rebaños de ovejas estaban pastando… Atravesó viñedos encharcados rodeados de almendros, cereales asolados salpicados de encinas corpulentas y cuando se acercó al soto oyó un rumor desconocido que le aceleró el corazón. Siguiendo el camino alto bordeado de olmos centenarios, llegó por la parte de atrás de la majestuosa iglesia a una tapia baja que bordeaba el cementerio. Cuando giró la cabeza para ver desde el alto el valle en el que estaba encajado el pueblo, por primera vez la tragedia se instaló en su mente de niño. Las casas como barcos flotantes se tambaleaban en aquel mar sucio y murmurador. No podía creer lo que veía; hasta el cementerio le parecía más real y más vivo que aquello. Se apoyó en la tapia y la tensión contenida durante las últimas horas resbaló por sus mejillas.
Un traqueteo de carro tirado por una mula se acercaba por la pendiente del pueblo. Lo dirigía un joven de pelo alborotado del color de la mies mezclado con la amapola, desaliñado, pero de confiado mirar.
— ¿Eres tú? ¿Lorenzo?
— Pues claro, Felipe ¿quién voy a ser?
— Pero, ¿dónde te has metido? Te estábamos buscando.
Un pequeño grupo de hombres y mujeres lo seguía con aspecto deprimido y mirar ausente. Ellas cubiertas con tupidos velos negros, ellos con la boina en las manos. Algunos movían los labios como respuesta a los rezos en latín de don Valentín, el párroco. El calor abrasador de agosto les preocupaba, tenían que enterrar cuanto antes a los suyos.
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