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Hasta que la muerte nos separe

Theo Dapore Tras largos años de convivencia se entienden sin palabras. La ternura, la emoción o el sufrimiento afloran a los ojos de ella cada vez que la cercanía de él con su cuerpo fatigoso y torpe le comunica su estado de ánimo, sus cambios de humor, lo que le ocurre o lo que piensa. Por la noche, cuando él busca su pecho para recostarse y entregarse a un sueño reparador rodeado por los brazos de ella, busca también su complicidad, su perdón y sentirse envuelto en esa paz y felicidad que solo ella irradia. Es entonces cuando una lágrima, oculta tras la oscuridad de la noche, recorre la mejilla de ella. Sabe que recibe las migajas de un cariño cuando el fuego de la pasión que prendió en la otra , se apagó.

Encuentro en la fiesta

Le dijo a Sofía, su mujer, que trabajaría hasta tarde para terminar por fin el proyecto que se traía entre manos y poderlo entregar al día siguiente. La verdad es que le apetecía echar una cana al aire. En la fiesta de disfraces, se quitó el anillo de casado, lo metió en el bolsillo interior del chaleco de su esmoquin y ocultándose tras la máscara, se dispuso a disfrutar de la noche. Pronto puso los ojos sobre el más bello cuerpo de mujer que bailaba en aquel salón, con el morbo añadido de que sus gráciles movimientos le recordaban a su fiel esposa que en esos momentos disfrutaría de dulces sueños. Al quitarse las máscaras venecianas, ya en la habitación del hotel, el rostro impenetrable de su mujer, multiplicándose en un laberinto de espejos frente al tocador, lo dejó petrificado.

Inmune al desaliento

—¿Habéis visto al señor de los tulipanes? Hace tiempo que no lo veo sentado en el banco de la gran explanada de la Plaza Mayor. Siempre llevaba la misma ropa, pero su aspecto era limpio y cuidado. Me llamaban la atención sus finas manos de excelente científico español hasta que la crisis puso el mundo al revés y se quedó sin fondos la universidad en la que trabajaba. El tiempo se quedó atrapado en la neblina y lloró lágrimas amargas. Él esperaba que esa bruma grisácea, que pintaba un cielo oscuro y huidizo, se rasgara y saliera de nuevo la luz por algún lado. Mientras, no sabía qué hacer con los tulipanes para regresar a casa con unas monedas. No los ofrecía a los que pasaban; le faltaba labia, poder de convicción. No, no era experto para eso. Lo suyo era el estudio que asocia las bacterias a la metástasis. Su mente seguía cavilando y más allá del negro horizonte, su firme mirada veía fórmulas y resolvía problemas que... ¡Cuántas vidas podría haber salvado! —Yo sé donde está porque n...

Aparece el chico perdido

Lorenzo volvía decidido a su pueblo como si la larga noche le hubiera dado alas. Cuando un relámpago rasgó los cielos y el estruendo descargó la tromba de agua que empezó a inundar el chozo en el que se había refugiado, pensó que iba a morir. Calado hasta los huesos con su blusón de rayas sin cuello y pantalón a media pierna, se cubrió los hombros con la talega vacía y se hizo un ovillo sobre el poyo de piedra. Con el fragor continuado y violento de los truenos interpretó que el fin del mundo estaba al llegar. El ulular del viento se metía entre los muros de piedra y le traía rumores del más allá. Las ráfagas serpenteantes de luz lo cegaban y lo envolvían en un miedo que le hacía castañetear. Después, vino el silencio, y agotado se durmió. Se despertó con el sol de la mañana entrando a raudales. Salió del páramo tupido de encinas y en el camino no se encontró con nadie, ni ladridos de perros ni ruidos de carros ni hombres faenando, y tampoco los rebaños de ovejas estaban pastand...

¿Crees que el nombre condiciona?

La parturienta, mi madre, estaba encogida por los dolores del parto cuando oyó a su suegra: —Pánfilo de Cesarea y no se hable más. Está hoy en el calendario y esas cosas son sagradas. —Pero… ¿Pánfilo?, madre —le dijo el hijo con la sumisión que le caracterizaba. —Pánfilo de Cesarea, sí, en la iglesia, en el registro civil y para toda su vida. El niño, o sea yo, hermoso, por cierto, y ahí estuvieron de acuerdo todos, gritaba proclamando al mundo su vitalidad o tal vez su protesta ante semejante carga de por vida. Su primera y última pataleta ante la sargento de su abuela. En cuanto lo cogió en brazos supo lo dura e insensible que era. En casa era la dueña de los caudales y la que daba las órdenes. Muy pronto, me vi relegado al lugar de los que obedecían, junto a mis padres. Enseguida fui consciente de las risitas que ocasionaba mi nombre en todos aquellos que lo escuchaban, ya me llamara mi madre, débil y enfermiza: ¡Mipanfi!; mi padre con su potente voz y débil carácter: ¡Pánfi...