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El viaje de mi vida

Me llamo Josefa, Pepa para los amigos. Aunque, más bien, creo que debería llamarme Pandora porque nací con un oscuro secreto acompañado de las instrucciones de no abrirlo bajo ningún concepto. Mi curiosidad me llevó a descubrirlo, primero para mí y después se lo mostré a mis padres. No lo entendieron. Desde entonces la convivencia con ellos se hizo insoportable. Tuve que abandonar la casa Deambulé por el mundo dando tumbos. Fueron años borrosos a imagen de mi figura desdibujada y sin contornos. Luché como una leona para rasgar ese velo fijado con las clavijas de un supuesto orden natural y los restos de cada batalla perdida se quedaron prendidos en mi alma desgastada por tanta decepción. Un día estalló la tormenta que se venía fraguando en mi interior y arrasó los diques de contención que con tanto esfuerzo había levantado. No puedo expresar la desesperación con la que me acerqué a aquel puente. El viento me zarandeaba, el abismo me tentaba. Aplastada por el destino cruel que me obl...

Se armó el belén

En el belén no había guirnaldas ni espumillón navideño, pero sí una estrella de purpurina que flotaba sobre un cielo estrellado. Su misión era la de guiar a los Reyes Magos hasta el portal porque los camellos jorobados que los traían no sabían el camino. El niño Jesús en pañales temblaba de frío en el pesebre. La Virgen, sentada a su lado, no se cansaba de mirarlo; en cambio San José, de pie y con las manos en el cayado, parecía ausente. Mientras un ángel desde un árbol hablaba a los pastores que hacían gestos como si fueran a desmayarse, las ovejas bobaliconas seguían pastando en el musgo que todavía estaba fresco. A la joven lavandera la dejamos donde se encontraba siempre: junto a las aguas heladas del río de papel de aluminio. Desde lo alto, el soldado que vigilaba el palacio de cartón pintado del rey Herodes, no le quitaba los ojos de encima. Se había enamorado. Al otro lado del río, apenas dos docenas de casas de pueblo con las luces encendidas y gallinas, conejos y perros por...

La niña de los tejados - Cuento -

—Mamá, ¿a que no sabes qué he encontrado en internet? —Ni idea, María. —Un concurso de la editorial Platea para ilustradores de cuentos. Hay que entregar el proyecto este mes porque van a publicar el libro en navidades. Es todo un reto, mamá, quiero ganarlo. Por la noche, cuando la casa se llena de silencio, es el mejor momento para María que sueña con esa llamada que le confirma que es la elegida. En pijama y con el pelo recogido se sienta ante el ordenador iluminado por el flexo. Rodeada de pinceles, colores y diseños en aparente desorden, sus ojos castaños se concentran en la destreza de las manos creadoras que persiguen las imágenes que le bullen en la cabeza. El cuento trata de una niña, Celia, que vive en un pueblo de España. Una tarde sube al desván y por la buhardilla sale al tejado. Al principio le cuesta mantenerse, pero poco a poco, con los brazos abiertos como si fuera a volar, lo logra. Ve el pueblo a vista de pájaro, pasa por chimeneas que duermen la siesta de v...

La caída de la hoja

Empiezo la mañana estrenando las botas de monte que me regaló mi hija hace dos años. Las tenía guardadas. ¿Para qué o para quién? Vaya usted a saber. Oye, son muy cómodas y calentitas. Las he conjuntado con un gorro y una bufanda que he tejido del mismo color, ese color calabaza tan de moda. Anda que si mi Faustino levantara la cabeza, con lo oronda que estoy seguro que me diría: “No me darás calabazas a estas alturas”. Muy temprano, salgo de casa con el bastón en una mano y el cesto de mimbre en la otra. Crujen las hojas secas bajo la suela de mis botas nuevas, como si las engulleran. Tras dos días de lluvia, la brisa húmeda me trae el peculiar olor a tierra mojada. Hoy un sol tímido comienza a abrirse paso y el paisaje ofrece uno de esos momentos mágicos cuando las gotas de agua suspendidas en las ramas brillan como estrellas que sueñan en silencio. Me seducen y conmueven. Castañas hay muchas, pero tampoco se trata de que llene el cesto que después me pesa como un muerto. Oigo l...

La danza macabra

La inesperada visita de sus padres dejó atónita a Deseada. Le dolía su fría mirada y cómo se habían marchado sin dirigirle la palabra. El sentimiento de culpa la embargó y se derrumbó en un baño de lágrimas. Cuando se enteraron los vecinos no les faltó tema de conversación. «La tuvieron pasados los cuarenta. ¡Qué contentos estaban! Y ahora ni le hablan. No hay quien lo entienda». Otros murmuraban: «Una niña nacida con las malas artes de su madre debe estar embrujada». La noche de los difuntos, Deseada interpretó con su violín Danse macabre, de Saint-Saëns, con tanto dolor que desgarraba el alma. Veinte terroríficas sonrisas de calabaza y cuarenta ojos parpadeantes vigilaban. Las sombras estremecían, los gatos negros merodeaban y los gemidos de los tilos traían el olor que el miedo transpiraba. Al escuchar las doce campanadas, las amigas se deslizaron de sus camas y descalzas afrontaron temerosas la noche con el temor de ser captadas por los espíritus de los muertos que esa noche ...