Es la mañana del 1 de enero de 2022 y luce el sol. Da alegría ver cómo los rayos se cuelan por las ventanas y sientes algo así como un subidón de moral. A pesar de que el invierno viene muy crudo. Estamos a temperaturas bajo cero y los del tiempo anuncian borrascas de nieve continuadas con el cierre de carreteras. Ya lo están algunos puertos.
Tras los cristales del mirador, la plaza ofrece una estampa navideña. La nieve caída por la noche la cubre con su capa uniforme, aunque puedo distinguir pinceladas oscuras dispersas. Son las hojas acharoladas de los magnolios que se han sacudido el peso que las tapaba.
Todo brilla con tanta luz que te obliga a entre cerrar los ojos. ¡Bien hecho 2022! Empezamos a congeniar. El gris y negro en el que nos tenía metidos tu hermano mayor nos bajaba los ánimos a los pies.
Ya la noche fue un regalo al poder cenar juntos y, a la vez, separados. Éramos las dos caras del dios brifonte Janus: la del hombre viejo y la del joven. Las mesas estaban repletas de manjares, buen vino y champán para terminar con turrones y mazapanes. Los cuatro vestidos de gala con las doce uvas preparadas en diferentes platitos, uno por persona, para dar la bienvenida al Año Nuevo al son de las campanadas.
Lo de cenar por videollamada fue la mecha que encendió la magia. ¡No hay otros como los chicos! ¡Son admirables! Una originalidad de ellos para hacernos compañía. Así se nos pasó el tiempo rápido, sin caer en la cuenta de que estábamos solos. Y pensar que, a mis años, no entendía lo de tanto móvil, si parece que lo quieren más que a uno mismo; pues mira por dónde, ¡qué sorpresa! Nos dieron una lección de cómo hacer frente a la adversidad que ya nos gustaría a nosotros. Me emocionaron, vaya que sí, y estuve aguantando las lágrimas. Reflexionaba que serían ellos los que se sentirían solos, y me apenaba; pero no fue así, estaban contentos y nos contagiaron su alegría: a su madre y a mí. Hablábamos quitándonos la palabra, a veces, y reíamos como si estuviéramos juntos en el salón de casa. A las doce menos unos minutos, ya estábamos pendientes del reloj de la Puerta del Sol de Madrid en las respectivas pantallas de los televisores. Hasta en eso nos pusimos de acuerdo. Fue conmovedor; no lo olvidaré nunca. Hay que comer una uva por cada campanada y esas campanadas tienen alma como las que suenan a muerto. En este caso, se supone, que tendremos un año de buena suerte. Pasamos por alto que mamá, como de costumbre, no pasó de la tercera uva y los demás, entre risas, las terminamos con los carrillos a reventar. Comenzó el jolgorio, los abrazos y los besos virtuales junto con los sueños de un año mejor.
Ese brindis con los mejores deseos para el Año Nuevo quedará en mi memoria para recordarme que la fuerza del cariño de los tuyos rompe barreras y se salta los confinamientos, si hace falta, de manera virtual se entiende, para vivir la Nochevieja en compañía.
¡Qué empuje de ánimo y fuerza! Me siento orgulloso por compartir la vida con esta generación joven que nos viene tan bien preparada. Son un soplo de aire fresco. Me gustaría imitarlos. De momento, Estar con los que uno quiere es suficiente, como dijo Walt Whitman.
#Feliz2022
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