Pablo Apaolaza nunca se quedaba a tomar unos potes al salir del trabajo. Cuando dejaban las oficinas de la Diputación de Álava, mientras los demás se dispersaban en diferentes grupos por los bares cercanos, él se despedía con un escueto “Venga” y se alejaba apresurado hacia la plaza de la Virgen Blanca.
Intrigado, el joven Iker Bejarano lo siguió.
Pablo entró en un portal y muy pronto lo vio, junto a la dueña de la casa, en el mirador de la fachada. Ambos alzaron sus copas de vino tinto Rioja para brindar por el encuentro. Allí no era el hombre gris y cenizo de la oficina, en su sonrisa y modales había señales de que la influencia de ella lo transformaba. Enseguida apareció una hermosa joven vestida con el uniforme de servicio y una cofia blanca de la que se escapan algunos mechones rojizos. Dejó en la mesa la bandeja de aperitivos y se acodó en el marco de la ventana abierta desde la que observaba ociosa la plaza. Iker levantó la mano para saludarla, pero no se dio por enterada.
El sábado por la noche, Iker la encontró en la calle Cuchillería, conocida como la Cuchi. Caminaba entre un grupo de jóvenes. Sin la cofia ni el uniforme, le pareció más joven y más atractiva. Él era tímido, incapaz de abrir la boca, pero sentía tanta pasión por aquella chica que se acercó a saludarla. Blanca, que así se llamaba, no recordaba haberlo visto; no obstante, lo aceptó en su cuadrilla de amigos. Fueron a beber y a bailar en diferentes garitos del Casco Viejo. Iker era un patoso, así que Blanca bailó sola. Él se movió a su lado como pudo. De madrugada, anduvieron hasta encontrar un lugar abierto donde desayunar un chocolate caliente. Allí, entre personas que se reían sin saber por qué, borrachos a medias, comprobaron lo bien que estaban juntos los dos.
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