Todos los años son fieles a su cita en torno al tronco seco de una encina centenaria que se yergue en la planicie del monte, mientras espera convertirse en humus forestal. Entre tanto, proporciona hogar a insectos, hongos y otros organismos a los que, con la generosidad que la caracteriza, alimenta. No está muerta, no todavía, porque es una explosión de vida.
Luchó por sobrevivir frente a las inclemencias del tiempo. El paso de las fragosas embestidas le dejaron huellas debido a las heridas que le ocasionaron y que tuvo que restañar. Con la fuerza vital de su naturaleza, siguió dándolo todo: sombra, refugio y referencia.
Hoy es un símbolo, el resto que queda de lo que fue un antiguo encinar. Se mantiene, aunque seca por dentro y por fuera, erguida y valiente, a pesar de la hendidura que la atraviesa, mostrando el mal que tanto la dañó. Por ese gran desgarro que la aqueja en su lomo rugoso, podemos suponer que un rayo, envidioso y cruel, fue el que la hirió de muerte.
Sigue aguantando, con sus achaques, el azote de los vientos, las inclemencias del tiempo, el paso de los días; porque todos los años la vida le llega por Navidad. Siente las voces cuando se acercan alegres y dicharacheras, las manos que la acarician, los niños que trepan por ella y hasta alguno que le cosquillea cuando en su hendidura se quiere cobijar. Su única gruesa y rugosa rama blanquecina, descascarillada y atrofiada, se pliega sobre los visitantes con una mueca sonriente y agradecida. Se sabe la memoria del lugar y se enorgullece al escucharles: «¡Si esta encina hablase!»
© María Pilar
Se podría hacer un álbum sólo con las fotos de la encina.
ResponderEliminarSeguramente ese album nos mostraría distintos momentos vividos en familia con un mismo denominador común: la encina seca.
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