Anoche me preguntaste: «¿A qué hora nací?». Con esa pregunta despertaste los recuerdos imposibles de olvidar de hace 20 años. Era sábado cuando naciste, el 17 de marzo de 1990, pasadas las tres de la mañana.
Todo empezó el viernes por la tarde, yo sentía que tú querías salir. Con el recuerdo del primer parto en la memoria, no quería pasar de nuevo por la tortura de la oxitocina. Para hacer tiempo, me fui a la peluquería. De vuelta a casa pasaban las horas muy lentas. Anochecía cuando noté el líquido correr entre mis piernas. Aita me llevó a la clínica.
El parto fue espontáneo, lo que quiere decir que lo hicimos solamente las dos, sin intervención médico-quirúrgica ni administración de oxitocina ni anestesia. En la sala de partos estaba la matrona. Me dijo que ya se te veía la cabeza. Entró el ginecólogo como una exhalación antes de que nacieras. Lo habíamos sacado de la cama y tuvo que desplazarse desde su casa con urgencia. Comentó que la mayor parte de los niños nacen de noche. La matrona dijo que se debía a la luna.
Carmen, matrona de la clínica La Esperanza, era la misma que vio nacer a Leyre. Una mujer fuerte, conocía perfectamente el oficio, todo el tiempo estaba hablándome para romper el silencio, y el vacío; solo una frase que repitió, a mí me bloqueaba por segundos: «No te asustes». Inmediatamente, yo me preguntaba «¿Por qué me dice eso? ¡Algo va mal!». Pero no me daba tiempo a que los pensamientos negativos me invadiesen porque ya oía otra vez su voz: «Sigue empujando, no te pares».
En un momento, el ginecólogo, que estaba sentado mirando atentamente cómo salías, hizo un gesto rápido con la mano en forma de giro y ahí sentí un gran alivio, habías sacado un hombro. A partir de entonces todo fue más fácil, un par de empujones más y te desprendiste de mí. Quedé agotada, pero con una experiencia liberadora inenarrable. Me olvidé de todo lo demás y viví contigo consciente cada segundo de tu nacimiento.
La matrona te puso en mis brazos y al besarte percibí la suavidad de tu piel y tu particular olor a bebé. Tus ojos claros me miraban sin verme porque no habían aprendido a ver todavía, pero escuchabas mi voz, esa sí que la conocías. Toda la ternura acumulada durante la espera brotó de pronto y me vino una congoja que se derramó en lágrimas. Después te colocó en mi pecho y, al sentir cómo te aferrabas a mi cuerpo y te acurrucabas en mi piel, acaricié con suavidad la tuya y comprobé que te relajabas y te quedabas tranquila. ¡Cómo entendías el lenguaje del amor y del afecto con el que eras recibida! Ese entendimiento mutuo es el lazo más fuerte que se pueda dar entre dos seres humanos. Creo que aún no se han inventado las palabras para describirlo. Yo estaba exhausta por el esfuerzo, pero feliz porque había merecido la pena. Quería cobijarte en mis brazos para darte calor. Tu piel, sensible al frío, se estaba amoratando, pero no me dio tiempo. El médico cortó el cordón umbilical y la matrona te llevó a lavarte a una zona del paritorio desde donde me llegaban tus llantos de recién nacida.
Lo más bonito vino después, te pusieron en mis brazos, ya vestida con tu primera ropa, y en una camilla con ruedas nos llevaron a la habitación. Estaba amaneciendo. Ese fue tu primer viaje por este mundo y no lloraste nada porque te sentías muy protegida en mi cobijo.
Al llegar a la habitación, con caras de felicidad y amor de por vida, recibiste la bienvenida de un entusiasta aita y de la sonriente Leyre que, de repente, se había hecho grande y a mí se me caían tontamente las lágrimas. Feliz y orgullosa de tener una hermana, Leyre te cogió en sus brazos con mucho cuidado y aita os hizo la que sería tu primera foto.
Quería comentar algo... pero hay cosas que son imposibles de comentar... sobre todo ahora que veo las cosas desde el otro lado.
ResponderEliminarComo digo no se han inventado las palabras para describir ese momento
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