Las malas noticias suelen llegar de madrugada cuando un timbrazo del teléfono nos saca de un profundo sueño. Miguel Delibes no nos ha querido molestar. Delibes, el discreto, retraído y cenizo, socarrón e inflexible en sus planteamientos, con un sentido de la responsabilidad, de la preocupación por los demás y de amor a los suyos admirable; se ha ido como vivió, como de puntillas, intentando pasar desapercibido.
Él no era pueblerino, yo sí; él era de los otros, de los ricos que venían al pueblo a cazar para divertirse, yo de los que desde la distancia observábamos toda su parafernalia, oíamos los tiros, los veíamos patearse el monte escopeta al hombro, siempre con una jauría de perros cuyos ladridos nos llegaban a merced del viento. Hablaban con la gente de manera afable, entusiasta; se despedían hasta la próxima veda y el pueblo volvía a su rutina, como si ese paréntesis no hubiera existido.
Solo uno vio más allá de la mirilla de su escopeta, se quedó impresionado del paisaje y el paisanaje de las tierras de Castilla, conoció a las gentes del campo, sus condiciones de vida miserables, sus valores personales, su sentido del deber, de la justicia y del respeto tanto al prójimo como al entorno. No captó simplemente lo pintoresco, fue más allá, lo escudriñó todo y creyó en esta realidad tanto, como para poner su talento de escritor en ella.
Sus novelas son tristes porque al autor le duele esa existencia que denuncia y a la vez, admira a esos personajes por su desarrollo intelectual, natural y por su calidad humana.
Qué voy a contar yo de Miguel Delibes que no se haya dicho ya estos días por los críticos y conocedores de su vida y su obra.
Cuando veo su imagen en los medios de comunicación, aun sabiendo que su vida acomodada en Valladolid dista mucho de las de los personajes de sus novelas, no puedo evitar verlo como uno más. Al lado del Sr. Cayo, Paco el Bajo, Daniel el Mochuelo, el Nini… y tantos y tantos a los que dotó de vida propia para seguir viviendo en esa obra que trasciende al autor.
A mí me resulta paradójico que los grandes intelectuales y eruditos tachen a Delibes de provinciano por quedarse a vivir siempre en Valladolid, por no querer promocionar y para ello dar el salto e irse a la capital, Madrid. ¿No promocionar en lo económico?, tal vez. Evaluarlo en ese aspecto, es no conocerlo. Creo que el viaje mental que Delibes hizo supuso mucho más esfuerzo que aquel al que se negó. Cambiar de Valladolid a Madrid es cuestión de tamaño, meterse en la vida y en el corazón de la gente rural de los 60, supone desprenderse de muchos prejuicios, hacer la lectura sin influencias ni condicionantes y llegar a la capacidad de asombro propia de un niño en cuanto que descubre algo como si fuera la primera vez.
Hasta ahora Delibes estaba unido a Valladolid, ojalá a partir de ahora Valladolid se asocie en la mente de todos los que la visiten a Delibes; como Praga está unida a kafka. Es una tarea que les queda por hacer a los de la ciudad, se lo deben.
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