Noticia de última hora: La policía italiana ha encontrado muerto en la Piazza di Spagna a un joven indigente español. Portaba este escrito. Se pide colaboración.
Estaba feliz. Por fin entraba en la Escuela de Ingenieros de Bilbao con la que tanto había soñado. Al regresar a casa, me moría de ganas por contárselo. De repente, al abrir la puerta, aparecieron todos felicitándome y emocionado no pude pronunciar palabra. La casa se llenó de globos, de risas, de abrazos. ¡Eres el primero que lo consigue!, me dijo el monitor Alberto dándome unas palmadas en la espalda. Los más pequeños me miraban admirados. Me había convertido en su líder.
En clase, fuiste tú, Pablo, el que te acercaste a mí y me pediste, con ese aire de despreocupación de los que lo tienen todo en la vida, que hiciéramos juntos el trabajo de final de curso. Te propuse elaborar un diseño de un alambique solar para destilar agua. Al principio fuiste reacio, me decías que eso era una locura, pero como tú no tenías ninguna propuesta...
—¿Trabajamos en ello? —te pregunté.
—Bueno, algo saldrá, ¿no? Tú pareces tenerlo muy claro —me contestaste alzando los hombros.
Y trabajamos intensamente. Bueno, lo hice yo por los dos porque tú no vivías en una casa de acogida, y me decías que no tenías tiempo por los muchos compromisos familiares y sociales. Yo también elegí. Me gustó fabricarlo. Y conseguimos el primer premio: Una estancia de tres meses en el Instituto Técnico de Massachusetts que nunca llegué a disfrutar.
Al oírlo nos fundimos en un abrazo y gozamos de ese momento único. ¡Qué grande eres, tío!, me dijiste al oído.
A ti, Pablo, los elogios y las felicitaciones te engordaron el ego y tu vanidad creció como la espuma. Dabas entrevistas en diferentes medios locales y siempre afirmabas que el éxito estaba en saber elegir a los miembros de tu equipo. Tenías toda la razón porque, ¿qué sabes tú de alambiques, tesón y trabajo? Era la parte en la que yo me encontraba como pez en el agua, pero en habilidades sociales a ti no había quién te ganara. Tu saber estar ante las cámaras, tu facilidad de palabra en las entrevistas, parecía innato en ti y recuerdo cómo te gustaba oírmelo.
Polos opuestos, juntos nos complementábamos.
Sumar fortalezas era lo que llevaba al éxito en una empresa. ¿No era así como lo decías? Aquel tiempo para ti no supuso nada, a mí me cambió la vida.
En la fiesta que tu familia dio para celebrarlo, me quedé fascinado con tus padres. La familia nuclear perfecta, pensé.
Recuerdo que tu madre ponía unos hibiscos rojos en un jarrón cuando tú te acercaste a darle un beso. Y sí, algo se me estremeció por dentro. Mi fantasía más soñada se estaba haciendo realidad ante mis ojos. Claro que no era yo el protagonista.
Entonces escuché algo que me sacó de mis cavilaciones:
—¿Qué tal tu perrito faldero, Pablo?
Y vi cómo le reías la gracia y hacías un gesto de: «Qué le voy a hacer, se me ha pegado y no me lo puedo quitar de encima».
Los demás se sumaron jocosos, cómplices, cobardes. Sí cobardes, porque eran los mismos que tantas veces jaleaban mi mérito en el trabajo. Era tu casa, tu estatus de influencia, tu fuerza arrolladora. El estar de tu parte y acallar conciencias permitía gozar de privilegios como ser respetado por el grupo o subir en la escala de consideración social. Muy consciente de todo ello, sabías cómo manejarlo. En ese momento disfrutabas humillándome y te alegraba saber que a mí no me pasaba desapercibido. Total, ya habías obtenido lo que necesitabas.
El estupor me dejó sin habla y mi burbuja pinchó. Me sentí expósito por primera vez en la vida. La rabia me llevó a clavarme las uñas en las manos cerradas y me alejé.
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