Ir al contenido principal

Imágenes de Vitoria Nevada


La Vitoria verde lleva tres días cubierta por un manto blanco bajo el que yace una peligrosa placa de hielo. Las previsiones han acertado de pleno. Se han reforzado los albergues utilizados para situaciones de emergencia y se aconseja mantener la calefacción de forma permanente para evitar roturas de tubería por el hielo.

Realmente la situación responde a las características del invierno de toda la vida en la ciudad, pero, como los últimos años han sido más suaves, nos pilla desacostumbrados. El paisaje es de foto, el inconveniente es que nos complica bastante la vida. 

Miro a través de los cristales de la ventana y me quedo ensimismada viendo cómo cae la nieve sosegada, aunque perseverante. Los edificios de enfrente se ven difuminados tras una cortina movible de copos. La nieve lo uniforma todo y absorbe hasta los sonidos diarios de la ciudad. Un manto blanco la cubre de silencio y quietud. 

En la plaza los abetos, magnolios y castaños de indias apenas se diferencian. Unos niños, de entre dos y cuatro años, desafiando al frío, se divierten con la nieve. Están bien equipados, aparte de la ropa interior, llevan pantalones de nieve, botas impermeables, polar, chaleco de abrigo, gorro y guantes. Cualquiera diría, al verlos, que parecen paquetes bien envueltos para que regresen a casa tal como han salido. De eso nada. En cuanto pisan la nieve empiezan a moverse a sus anchas. Ulises, el mayor, le enseña a su hermano un juego. El pequeño observa para, en seguida, imitarlo. Después los dos comprueban qué silueta es la que ha quedado mejor marcada en la nieve. 

Un pequeño perro doméstico, travieso y juguetón, corre y corre por la nieve hasta llegar donde están ellos. Los niños lo miran divertidos. Se ha puesto a brincar y hacer acrobacias. Hunde el hocico y, por fin, se revuelca para dejar su silueta. 
Los hermanos contemplan las tres siluetas, sonriendo. 
Sigue nevando.

© María Pilar

Comentarios

Más vistas

Rebelión en Ataria

Aitor salía de comer del Ruta de Europa cuando oyó el móvil. Al ver el prefijo de Francia tuvo un mal presentimiento. Lo dejó pasar. Se cerró el anorak y corrió hasta el camión para protegerse del frío polar que asolaba la ciudad. Con las manos heladas conectó el motor y partió hacia Pamplona, su próximo destino, con música de jazz a volumen bajo. Volvió a sonar. Pulsó aceptar con el corazón en un puño. —¡Qué hostias pasa, tío! ¡¿Por qué no contestas?! —La voz autoritaria le confirmó lo que intuía. —¡¿Quién coño eres?! —le contestó intentando ocultar su nerviosismo. —Mira, Ortzi, a mí no me vaciles. Tenemos un trabajo para ti. «Ortzi —pensó—, el seudónimo que muy pocos conocían». Rememoró su época de estudiante ahogándose entre botes de humo, gritos, tiros y, después, silencio. Y en el silencio, agazapado, el miedo. Un profesor lo reclutó, junto a otros compañeros, para luchar por la libertad del pueblo. Más tarde, tuvieron su propia revolución interna y el ala dura se hizo c...

El puente de las artes

Con este relato participo en la convocatoria de Myriam sobre puentes, de los relatos jueveros.   A mi hermana le ha tocado en un sorteo del BBVA un maravilloso viaje a París para dos personas. Por cuestiones de trabajo no puede ir. ¿Te apetece acompañarme? En Orly nos esperará un chófer con un cartel donde leeremos nuestros nombres: Aitor y Marta. Nos daremos con el codo al verlo. Nos entrará la risa tonta. Con su gorra de plato y en un flamante mercedes nos mostrará la impresionante Ciudad de la Luz que enamora a todo osado que se atreva a mirarla como lo haremos nosotros.  Yo te comentaré que la ciudad de los bulevares, con los parques, las brasseries y los tejados grises, me parecen el más bello escenario que nos podamos imaginar, pero que la nota de color se la ponemos los turistas. Me llamarás ilusa con esa sonrisa tuya que tanto me gusta. Y de repente, la veremos y diremos los dos a una: ¡la Torre Eiffel! Disfrutaremos callejeando a nuestro ritmo — bonjour madame, bon...

El precio de ser mujer

A veces, en breves destellos, logro pintar con mis piruetas aires que me gustaría respirar y cielos por los que me gustaría volar. El miedo al monstruo se impone olvidando los sueños imposibles. Es tan hábil en el manejo de mis hilos que nadie puede ni siquiera intuir mi desgracia. No soy más que una marioneta en las manos de un desaprensivo cegado por lucirse y medrar a mi costa. Un día no puedo aguantar más tanta vejación y oigo un chasquido en mi interior como el de un objeto de madera que se astilla violentamente. Mi cara se queda con una expresión desencajada, mis piernas se doblan y todo mi ser no es más que un ovillo. Enfurecido me grita:  « Te has vuelto torpe e inexperta, no eres más que un despojo de marioneta rota » . Coge unas tijeras con las que corta todos los hilos de mi destino y me arroja violentamente al fondo del exiguo cajón. ¡Él sí que conoce bien mis desdichas! Me crece un temblor frío que la soledad aumenta. Sin mis alas insuflándome alma, nunca más volve...

Matando monstruos

Cuando cumplí los 65 años, pensé que ya iba siendo hora de dormir con la luz apagada. Esa noche, al abrir el armario, el monstruo que lo habitaba se horrorizó al verme. Las rodillas se le doblaron y cayó de bruces contra la caja de pandora de mis propios miedos. Cuando nació, había depositado en él toda mi energía para hacerlo a mi imagen y semejanza. ¡Y vaya si lo había conseguido! Era mi vivo retrato.  —¡¿Qué haces aquí?! Deberías estar visitando a los niños. Muertos de miedo se esconden entre las sábanas para evitar verte.  —Son unos asesinos —pudo decir mi pequeño monstruo con un hilo de voz.  —Los niños… ¡Ja, ja, ja! Si tan solo saber de tu presencia en la oscuridad les causa dolores de barriga.  —Eso era en tus tiempos. Ahora son sádicos. Tienen unas máquinas con las que se dedican a matar monstruos con una violencia extrema. Cuando voy por los pasillos oscuros y aparecen con sus artefactos, acompañados con efectos de sonidos horripilantes, me persiguen para ...

Caperucita en Manhattan

Leer más relatos aquí Las luces de emergencia iluminaban lo suficiente como para saber dónde estaba. También el lío en el que Carla se había metido. Tanta grandiosidad la empequeñecía. Se encendieron las alarmas en su cabeza. Se había quedado encerrada en la torre más lujosa de la Quinta Avenida.  Su grupo escolar, con la monitora, habían subido al mirador Top of the Rock en el último ascensor de la tarde. Cuando llegó el momento de bajar, al salir del ascensor, Carla se entretuvo curioseando el retrato del primer Rockefeller que estaba en la pared de enfrente. Una cabeza afilada rodeada de una pelambrera lobezna; las aletas de la nariz dilatadas, como olfateando algo, le daban cierto aire de animal al acecho. «¡Qué hombre tan horrible!», pensó. No pasó mucho tiempo, el suficiente para quedarse sola. ¡Se habían cerrado todas las puertas! ¿A dónde se habían ido todos? ¿Y los vigilantes? Aquello no le podía estar pasando. El silencio era total.  Hecha un ovillo, se sentó en uno de lo...